Por: DARIEN GIRALDO H.
En un país donde sólo parece impartirse el dialecto de la represión y la miseria, donde los libros se vuelven productos inalcanzables para el pueblo y mercancías en manos de los grandes emporios editoriales, mientras hombres y mujeres, jóvenes, niños y niñas aprenden de la vida con la superflua tutoría de los canales de televisión que invierten millones de pesos en sus novelas y realitys. En un país y porqué no un continente, con contadas excepciones donde predomina la estética de la miseria, donde en palabras de Juliana Buitrago: “ envenenan un perro, degüellan un ángel”, donde no se busca hoy en día sólo generar mano de obra barata sino seres que asuman tranquilamente un mundo sin trabajo; el arte y particularmente la poesía emergen de entre las casas desahuciadas, en medio de las universidades que se resisten a la triste promesa de ser espacios para la formación empresarial, altares de la llamada educación de calidad, epicentro del pragmatismo económico donde se instruya en “Genealogías de esclavitud y miseria” (Andrés F. Lizarazo), en medio de este panorama, que es materialización del postulado aberrante del fin de la historia; versos y metáforas intranquilas, como en Tierra Común: Poesía de Venezuela y Colombia, se filtran en el corazón mismo de los empinados barrios de nuestras ciudades titilantes.
Cada uno de los poemas de Tierra Común: Poesía de Venezuela y Colombia, antología de nuevos poetas realizada en conjunto por La Mancha y Escafandra, emerge de lo profundo de la guerra, porque Colombia; un trozo de América cercenado, una pieza de Abya Yala injuriada por los portadores de la cruz, la espada y la sífilis, continúa con sus gestas y porque como afirma Martha Dávila; “Nuestra verdad es el mismo animal mutilado / que guarda el último aliento para la envestida”. En la guerra, el amor es otro, se siente diferente, es amor -trinchera, tembloroso, como el cuerpo de un sinsonte en las manos de una niña distante, es también el amor de la zozobra. Por eso estos poemas hablan de las despedidas relaciones de la ciudad y los bajos mundos, del amor que se hace dolor, que se vuelve desolación tan profunda que hasta dios se vuelve innecesario como excusa para la postergación de la felicidad. Porque la guerra nos hace descubrir la raíz del miedo, esa de la que habla la escritora Juliana González, “Somos hijos de los dueños ancestrales de esta tierra”, y nos desnudamos para emanciparnos de “la piel ajena que nos han colocado / a pesar nuestro, / los espasmos del hurto, / los pellejos de la usurpación.”
Pero América es experta en romper cadenas y hacer de ellas pertrechos, por la genética insumisión de nuestro destino, que no es más que la construcción incesante y autónoma de senderos libertarios. América o Nuestra América, porque como escribiera el poeta épico Pablo Neruda “Hasta el nombre total del continente estos filibusteros usurparon”, refulge como anticipación continental del hombre, aquí se manifiesta la especie, aquí emerge el nuevo hombre, para nada puro, por todo síntesis planetaria.
El futuro ya empezó y libra la batalla por su derecho al tiempo, somos prioritarios, proclaman hoy los seres humanos, la libertad estaba escrita ya, en las rocas volcánicas del galeras, en la roja tierra de la Macarena, estaba escrita desde que la naturaleza adquirió conciencia de su danza milenaria. Naturaleza y humanidad, Colombia y Venezuela términos iguales, separados sólo por el juego macabro y transitorio de la usura.
Del amor a la muerte sólo hay un paso o una hermosa caída, un paso sigiloso como los del gato en la alfombra, el pueblo es aquí un equilibrista con un pequeño público que quiero verlo caer, pero caer es también una forma de volar y eso lo sabe el poeta, quien prepara el ascenso después de la caída: “¡Pobre mundo! / No tienes idea, de la gruta secreta que calla / Del abismo” dirá la bogotana Laura Luna en su poema XX.
La caída ya fue, los pueblos están listos para emerger del cráter de la historia, impregnados de lava ardiente y palabras ígneas; los pueblos se alimentan de los siglos y se ingestan de promesas. La emancipación de América será merecedora de ser historia natural, como el emerger diluviano del reptil sobre la tierra o el primer vuelo prehistórico que planeó sobre los pantanos y las sierras.
La resistencia se rompió, la contención se insurrecciona, la señal está en las calles, en las palabras, el fuego y los funerales, pero en palabras de Ángela Suárez joven poeta nacida en Boyacá tierra plagada de emancipaciones y batallas continentales decisivas; hay que “Buscar señales en la mujer del pan y sus manos desolvidadas”. La poesía escrita por jóvenes es sólo poesía, el verso perdió su edad, su perennidad está en la metáfora que emerge del escritor que lanza al mundo y al amigo; un poema del que / jamás puedan / curarse (Javier Neira). El verso se perpetúa, porque es un vestigio de la misma formación de las galaxias, yace en los pantanos del precámbrico y se hizo escultura insular y remota por donde nace el sol.
En esta tierra colombiana, desde donde los sacerdotes de la muerte se ufanan de ser la democracia más vieja de Sur América, los jóvenes, niños y adultos nos inspiramos por el miedo y escribimos en los tiempos libres que nos deja la persecución. En esta tierra de resistencias anticoloniales y emancipaciones campesinas: “Las mujeres grávidas amamantan el hambre” (Fernando A. Vargas), nuestra tierra respira con dificultad porque no está unida, pero la fuerza nos la da el sentido del futuro que creemos presente, la persistencia nos viene de “… aquel niño que no llora ante las balas porque fue parido en la valentía y la resistencia…” (Fernando A. Vargas) y del convencimiento de liberar con alas andinas y selváticas nuestro sueño inconcluso y mutilado porque: “…la libertad es un cóndor y no un ángel” (Diego Arturo Grueso).
Hoy, ejércitos bendecidos por el dios tirano e iracundo quieren imponer una visión salvaje de la especie, pretenden bautizar y sentenciar: “Es tiempo de silencios: calle el cantor su canto, calle el dolor su grito” (Fernando Cely). Pero el silencio del poema retumba en sus melodías y ensordece los apetitos del verdugo, el canto del cantor ya no es de él, ¿entonces, de qué sirve la mordaza para unos, cuando ya la palabra es de todos?, poco lograrán los verdugos diciendo que el huracán es brisa pasajera, su ignorancia sanguinaria será delatada por la arremetida enfurecida de las olas.
En un país donde sólo parece impartirse el dialecto de la represión y la miseria, donde los libros se vuelven productos inalcanzables para el pueblo y mercancías en manos de los grandes emporios editoriales, mientras hombres y mujeres, jóvenes, niños y niñas aprenden de la vida con la superflua tutoría de los canales de televisión que invierten millones de pesos en sus novelas y realitys. En un país y porqué no un continente, con contadas excepciones donde predomina la estética de la miseria, donde en palabras de Juliana Buitrago: “ envenenan un perro, degüellan un ángel”, donde no se busca hoy en día sólo generar mano de obra barata sino seres que asuman tranquilamente un mundo sin trabajo; el arte y particularmente la poesía emergen de entre las casas desahuciadas, en medio de las universidades que se resisten a la triste promesa de ser espacios para la formación empresarial, altares de la llamada educación de calidad, epicentro del pragmatismo económico donde se instruya en “Genealogías de esclavitud y miseria” (Andrés F. Lizarazo), en medio de este panorama, que es materialización del postulado aberrante del fin de la historia; versos y metáforas intranquilas, como en Tierra Común: Poesía de Venezuela y Colombia, se filtran en el corazón mismo de los empinados barrios de nuestras ciudades titilantes.
Cada uno de los poemas de Tierra Común: Poesía de Venezuela y Colombia, antología de nuevos poetas realizada en conjunto por La Mancha y Escafandra, emerge de lo profundo de la guerra, porque Colombia; un trozo de América cercenado, una pieza de Abya Yala injuriada por los portadores de la cruz, la espada y la sífilis, continúa con sus gestas y porque como afirma Martha Dávila; “Nuestra verdad es el mismo animal mutilado / que guarda el último aliento para la envestida”. En la guerra, el amor es otro, se siente diferente, es amor -trinchera, tembloroso, como el cuerpo de un sinsonte en las manos de una niña distante, es también el amor de la zozobra. Por eso estos poemas hablan de las despedidas relaciones de la ciudad y los bajos mundos, del amor que se hace dolor, que se vuelve desolación tan profunda que hasta dios se vuelve innecesario como excusa para la postergación de la felicidad. Porque la guerra nos hace descubrir la raíz del miedo, esa de la que habla la escritora Juliana González, “Somos hijos de los dueños ancestrales de esta tierra”, y nos desnudamos para emanciparnos de “la piel ajena que nos han colocado / a pesar nuestro, / los espasmos del hurto, / los pellejos de la usurpación.”
Pero América es experta en romper cadenas y hacer de ellas pertrechos, por la genética insumisión de nuestro destino, que no es más que la construcción incesante y autónoma de senderos libertarios. América o Nuestra América, porque como escribiera el poeta épico Pablo Neruda “Hasta el nombre total del continente estos filibusteros usurparon”, refulge como anticipación continental del hombre, aquí se manifiesta la especie, aquí emerge el nuevo hombre, para nada puro, por todo síntesis planetaria.
El futuro ya empezó y libra la batalla por su derecho al tiempo, somos prioritarios, proclaman hoy los seres humanos, la libertad estaba escrita ya, en las rocas volcánicas del galeras, en la roja tierra de la Macarena, estaba escrita desde que la naturaleza adquirió conciencia de su danza milenaria. Naturaleza y humanidad, Colombia y Venezuela términos iguales, separados sólo por el juego macabro y transitorio de la usura.
Del amor a la muerte sólo hay un paso o una hermosa caída, un paso sigiloso como los del gato en la alfombra, el pueblo es aquí un equilibrista con un pequeño público que quiero verlo caer, pero caer es también una forma de volar y eso lo sabe el poeta, quien prepara el ascenso después de la caída: “¡Pobre mundo! / No tienes idea, de la gruta secreta que calla / Del abismo” dirá la bogotana Laura Luna en su poema XX.
La caída ya fue, los pueblos están listos para emerger del cráter de la historia, impregnados de lava ardiente y palabras ígneas; los pueblos se alimentan de los siglos y se ingestan de promesas. La emancipación de América será merecedora de ser historia natural, como el emerger diluviano del reptil sobre la tierra o el primer vuelo prehistórico que planeó sobre los pantanos y las sierras.
La resistencia se rompió, la contención se insurrecciona, la señal está en las calles, en las palabras, el fuego y los funerales, pero en palabras de Ángela Suárez joven poeta nacida en Boyacá tierra plagada de emancipaciones y batallas continentales decisivas; hay que “Buscar señales en la mujer del pan y sus manos desolvidadas”. La poesía escrita por jóvenes es sólo poesía, el verso perdió su edad, su perennidad está en la metáfora que emerge del escritor que lanza al mundo y al amigo; un poema del que / jamás puedan / curarse (Javier Neira). El verso se perpetúa, porque es un vestigio de la misma formación de las galaxias, yace en los pantanos del precámbrico y se hizo escultura insular y remota por donde nace el sol.
En esta tierra colombiana, desde donde los sacerdotes de la muerte se ufanan de ser la democracia más vieja de Sur América, los jóvenes, niños y adultos nos inspiramos por el miedo y escribimos en los tiempos libres que nos deja la persecución. En esta tierra de resistencias anticoloniales y emancipaciones campesinas: “Las mujeres grávidas amamantan el hambre” (Fernando A. Vargas), nuestra tierra respira con dificultad porque no está unida, pero la fuerza nos la da el sentido del futuro que creemos presente, la persistencia nos viene de “… aquel niño que no llora ante las balas porque fue parido en la valentía y la resistencia…” (Fernando A. Vargas) y del convencimiento de liberar con alas andinas y selváticas nuestro sueño inconcluso y mutilado porque: “…la libertad es un cóndor y no un ángel” (Diego Arturo Grueso).
Hoy, ejércitos bendecidos por el dios tirano e iracundo quieren imponer una visión salvaje de la especie, pretenden bautizar y sentenciar: “Es tiempo de silencios: calle el cantor su canto, calle el dolor su grito” (Fernando Cely). Pero el silencio del poema retumba en sus melodías y ensordece los apetitos del verdugo, el canto del cantor ya no es de él, ¿entonces, de qué sirve la mordaza para unos, cuando ya la palabra es de todos?, poco lograrán los verdugos diciendo que el huracán es brisa pasajera, su ignorancia sanguinaria será delatada por la arremetida enfurecida de las olas.
1 comentario:
Excelente
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